LO FEMENINO SAGRADO EN LA NARRATIVA VISUAL DE ANGÉLICA RIVERA

“Un punto de grafito. Una hebra de fibra de yute. Una minúscula esfera de barro húmedo. Lo necesario para que dos manos, que se hacen útero, acojan la semilla de una idea que se gesta entre trazos, trenzados y presión táctil.”

 

Distinto a lo que se escribió sobre esas dos manos en uno de los primeros catálogos - Los tenderetes de Angélica (lugar, año)- donde se hacía hincapié en su juventud y se postulaba que su trabajo era de síntesis, en {título de la expo actual}, la instalación nos presenta un montaje maduro, impactante, cosmopolita y auténtico, nutrido de la voz propia de la artista. Útero creativo que, paulatinamente, se ha transformado en hábitat convexo desde el que nacen historias polifónicas, universales, atemporales; honrando el vaticinio que propusiera Rubén Alejandro Moreira en su ensayo Los santos óleos de la tentación (año), en el cual sentenció que la artista encontraría la herencia de una femineidad con visos de mítica.

Angélica Rivera Reyes (Río Piedras, 1973), tras 26 años explorando e interpretando el entorno en el que vivimos a través del lenguaje de las artes plásticas, observando minuciosamente a la Madre Tierra (“El paisaje es mi personaje principal”, Rivera Reyes, A. De todo, lo esencial, 2021), insistiendo en la necesidad de cuidar el suelo que nos alimenta y cobija (“Mi elemento principal es la tierra [...] la necesidad de preservar la integridad de una cultura, como la nuestra, a través de la agricultura [...]. Todo proviene de la tierra, proviene de una fuerte relación que ha existido desde nuestros antepasados pero (que) se ha visto desplazada en tiempos recientes por otros intereses asociados a la modernidad [...]. Urge retomar la conversación de la tierra y sus ciclos de vida, (sus) procesos, (su) sabiduría, (su) conexión, (su) evolución y (su) energía”, Rivera Reyes, A. Tierra y Superficie; Evolución y Trascendencia, 2022), en un proceso paulatino y casi inevitable, ha dirigido su mirada creadora al interior; la ha fijado en sus propias entrañas; y ha ido desanudando el hilo del que se teje su esencia. Allí, en el subsuelo de una cotidianidad que se pretende única, intocable e incambiable, Angélica halla la raíz primaria de la vida. Ve converger la fuerza fecunda de la Naturaleza con la potencia fértil de la mujer. En el inframundo, ve fundirse lo sagrado con lo femenino.

 Desentrañándose a sí misma, en un peregrinaje que casi toda mujer hace en la mediana edad -en busca de su ser fundamental, y en el que se desprende de velos conceptuales impuestos y expectativas programadas- Rivera Reyes reafirma su conexión con aquellas tierra que ya surcaba en Tierra y superficie: Evolución y trascendencia (Galería de Arte Universidad del Sagrado Corazón, 2022).

 En un acto valiente de asumir su vulnerabilidad, Rivera Reyes consigue conectar con el resto de la humanidad; más, muy marcadamente, con la tribu global de mujeres que pueblan, han poblado y poblarán el Planeta. Tras su migración intrapersonal, Angélica regresa y nos muestra el trozo de esa fibra que la conecta con la humanidad. Se vale de materiales expulsados de la Tierra para hilar, hilvanar, tejer una historia sagrada: la historia de la visibilización, la resistencia, la victoria y la supervivencia femenina. Con sus piezas, la artista manifiesta cómo la mujer está formada de matrices atemporales, interseccionales, extrageográficos, que las aglutina en una unidad básica vital con la Tierra.

 

Diosas de la Tierra

Con gránulos de carbón y grafito (minerales originados de la recristalización metamórfica de materia orgánica contenida en rocas sedimentarias), salpicados con tinta, Rivera da vida a la serie Diosas de la Tierra, arquetipos femeninos que recuperan el derecho intrínseco de mostrarse y etiquetarse a sí mismas a gusto y voluntad propia, apropiándose de términos, ideas, formas y poses que, otrora, les fueran impuestos pero que, sabiamente, han reapropiado a la descripción de su naturaleza: sexual, estoica, férrea, pulsante, vital, necesaria.

 En Diosas de la Tierra, la artífice de este universo visual crea o recrea mitos arquetípicos: la mujer tubérculo, enraizada pero expuesta, de cara al sol; la mujer caracol, carnosa y tierna, terrestre-marina; la venus paleolítica; conectada, no solo con la flora ancestral y prehistórica que alimenta su chacra raíz, sino con el hilo vertical que atraviesa lo visible para sumergirse en la orbe energética, intangible, sublime que antecede la propia existencia. Embriones vitales que pululan entre mundos; semillas latentes entre el adentro y el afuera, listas para recibir todo efluvio celeste y despertar las potencias intrínsecas que se harán verbo y dictado, motilidad y desplazamiento, aspiración y expiración.

 En una danza de contrastes y opuestos, bajo el ritmo de la incertidumbre que rige la metamorfosis que permea todo nacimiento, Rivera devela patrones de la naturaleza femenina que se funden armónicamente con símbolos sagrados que pueblan el fondo de nuestra conciencia desde tiempos mesoamericanos [Drunvalo Melchizedek]. Con ello, fortalece la idea de que es la mujer la representación de lo sagrado en la Tierra. Y que como tal, es y será objeto de los mayores embates; sin que la aparente destrucción menoscabe su permanencia y trascendencia.

 En la medida que recorremos las distintas manifestaciones fisionómicas y fenotípicas de las Diosas, vemos una Angélica que se aleja de aquella imagen individualque se le asignó en Drama e intimidad en la obra de Angélica Rivera, donde se la describe como un “ser que [...] en su carácter individual” mostraba “capítulos de la biografía de Angélica Rivera”, en un conjunto de piezas que eran “su autorretrato” [Méndez Robles, A.]. En contraste y asertivamente, Rivera continúa siendo “la artista (que) se despoja (y) muestra su naturaleza sin velos ni cortinas”, la que “sube el telón del teatro de su vida y comparte en cada cuadro sus estados emocionales, su madurez, sus creencias, sus convicciones, su sensualidad y belleza” [Méndez Robles, A.]. No obstante, ahora no acaba ahí. En su propio proceso de existencia, resistencia y supervivencia, la artista consigue con su instalación, no solo explicar cómo ha sobrevivido la mujer a un embate de cientos de años en desventaja, invisibilizada, silenciada, marginada, perseguida, violentada y fatalmente abatida. Ha logrado, además, plasmar rostros diversos, narrativas lejanas, que brotan en puntos distintos de una fértil línea temporal sobre la cual nacen, viven, mueren y renacen las protagonistas de esta historia de infinito resurgir.

 

Micorrizas de lo Sagrado

El barro rojo del Río la Plata (otrora, río Otoao -que en lenguaje taino algunos aseguran que significa “madre”) y el yute (la ‘fibra dorada’) son los instrumentos de los que se vale la artista para exponer el contexto sobre la que se yerguen las protagonistas de la trama visual en [nombre de la serie].

 En su entramado, las obras de Angélica Rivera Reyes bien podrían constituir una narrativa universal, muy parecida al mito literario, el cual se caracteriza por su carácter intemporal, “que le permite una reactualización constante [...] al adecuarse a las situaciones en que aparece”. [Cordíes Jackson. M. E., en Denis Rosario, Y. (2021). El mito literario yoruba en la mujer negra caribeña. (Introducción). Isla Negra].

 Evocando una metáfora al árbol de la vida y su geometría sagrada, y engranando un fundamentado paralelismo entre los rizomas que nutren los subsuelos de un bosque y sostienen el flujo que robustece la vida selvática, Angélica parece develar uno de los hechos fundamentales de la historia humana: la hermandad salvadora entre las mujeres. Más allá de una escena de brazos entrelazados que pavimentan las calles a pisadas de protesta, en denuncia a lo evidente, Angélica nos presenta la raíz que une a las mujeres con la Madre Tierra y con las ideas sagradas originarias, que engendran lo femenino mediante un vórtice de energía vital que se nutre y crece a través de los espacios más recónditos del espíritu.

 Valiéndose de las potencialidades del mito, que “nutre sus propias visiones de mundo” sin “barreras idiomáticas, ni de ubicación geográfica” (Cordíes Jackson. M. E.), la serie parece postular que cada mujer tiene en su ADN un registro histórico de todas las luchas, las penurias, los sacrificios que han marcado a sus ancestras. Ello se hace tangible cuando, cual micorrizas, el hilo de yute que une los arquetipos femeninos en barro bien podría ser puente de comunicación entre los entes que conecta. A través de ese hilo orgánico fluye un bagaje infinito de conocimiento que recibe de la tierra, las estrellas, las estaciones, los ciclos vitales, la luna y las mareas. Por su concurso, las mujeres llevan impresos en la piel los caminos que han recorrido una y cada una de aquellas que huyeron de la esclavitud, de la iglesia, de la hoguera, de sus parejas, de la guerra y del hambre.

 A través del mito que se entreteje en las paredes de la Galería Delta Pico, Rivera establece un paralelismo entre el acto heróico afrofemenino de calcar mapas sobre su cuero cabelludo -valiéndose de hebras de cabello rizado, para salvarse ellas y salvar a su tribu- con el signo biológico de llevar en el vientre un hilo de sangre que nace con la primera mujer que pisa suelo sagrado, y que se derrama entre peñascos, grietas rocosas y rastros de arcilla. Cíclica, la Tierra reúne cada gota vertida sobre el suelo oscuro y la absorbe a través de la raíz que conecta a la Madre con sus hijas. Quiza a través de canciones infantiles, cuentos clásicos, representaciones lúdicas, o mientras las niñas juegan a la cuica, al esconder, a la bici, o al tira y tápate, sus neuronas y sus pies se transforman en membranas que permiten la homeostasis entre lo sagrado y lo profundo. Imperceptiblemente, las niñas registran e integran el espiral de todas las historias que les han sido ajenas y, muchas veces, ocultas. Sin saberlo, se transforman en el lienzo o la merkaba donde la Madre Tierra confirma su identidad universal. Más tarde, ungiendo luz, mente y espíritu, la Pachamama les despertará a las mujeres la brújula vital que dictará el camino de regreso a la sabiduría que les fue heredada.

 Cada mujer sería, en sí misma, el libro de la vida, el grial sagrado, la flor de la vida, la perfección áurea. Y habrá sido tallada a mano. No con la proporción ideal que confieren los filósofos y matemáticos. Sino, con la proporción balanceada que le confieren las narrativas y estrategias de supervivencia de sus homólogas, en todos los tiempos, a lo largo del Planeta. Bautizada en su nueva fase de mujer-raíz, ella descifra en su piel que “la vida depende de la cooperación; y no, de la competencia”. [Smith, R. (17 de junio de 2022). Ciencia y Tecnología. Las plantas se comunican mediante una red formada por hongos].

 Es probable que ningún otro ser en la historia haya sufrido en su piel todas las intersecciones que genera la violencia patriarcal. Porque, además de ser mujer, también ha sido negra, pobre, bruja, inmigrante y extranjera. El racismo, el clasismo, la persecución religiosa y la xenofobia son filos que se atan a la navaja del profundo machismo histórico* que surcar heridas en el seno de la esencia femenina. Sin embargo, la instalación de Rivera Reyes parece afirmar que, férreas como la Tierra misma, por su propia naturaleza salvaje, a las mujeres se las arranca de una historia solo para verlas renacer en la siguiente página, en el siguiente cuento, en la siguiente canción, “como la cigarra” (Walsh, M. A.).

 En su deseo personal de representar las deidades de la Tierra, se podría teorizar que Angélica Rivera lucha por devolver la visibilidad de una raíz vital que alguna vez fue vedada. Y es que, entre sus diosas y deidades, Rivera le reclama un trono a deidades que nos recuerdan fenotipos históricamente acallados por las arrolladoras ruedas de la colonización y la guerra. Por ejemplo, la presencia de la diosa evidentemente negra nos hace recordar aquellas deidades yorubas que “pasaron por sincretismo religioso, y que no fue más que el enmascaramiento a qué se vieron obligados los esclavos en su proceso de resistencia cultural para conservar, dentro de sus difíciles condiciones de vida, sus creencias religiosas, al otorgar a sus dioses [...] una asimilación con los santos católicos”. [Cordíes Jackson, M. A., 2021].

 Rivera esculpe a la mujer como el tejido indisoluble que da pie y sostiene a la humanidad. Armada de barro, las hermana con la flora planetaria que sostiene uno y cada uno de los respiros humanos que se hayan registrado en la historia universal. Tras ser podadas en sus ideas, deforestadas del crédito de su trabajo, desyerbadas de sus capacidades para liderar, prendidas en fuego cuando se las acusaba de herejía, a las mujeres se las ve germinar de nuevo, brotar como plántulas, quebrar los obstáculos con un ápice de su raíz. Como asevera Cordíes Jackson, “la mujer es el símbolo por excelencia del binomio muerte vida”. Son descenso y resurrección. Quizá bañadas en lágrimas, sudor y sangre propia, renacen entre las cenizas, vuelven a echar follaje y consiguen florecer… pero no lo hacen solas.

 Como en un proceso de simbiosis mutualista, entre ellas se ofrecen refugio, se hierven teses sanadores, se cuecen caldos cuando sufren, se consuelan con palabras sagradas, se ayudan a parir, se oran mutuamente; litigan para defender a sus compañeras; van a la tierra y regresan con plantas curativas; se defienden; señalan; intuyen; preguntan lo necesario para despertar conciencias y establecer alianzas; buscan a sus amigas perdidas; e insisten con vehemencia cuando la sociedad pretende pasar lo mucho por poco.

 Una vez inmersos en este recorrido visual donde se encumbran geometrías sagradas sobre torsos femeninos variados que se aglutinan al pie de una raíz distendida hacia el infinito, podríamos concluir que el arte ancestral de la sobrevivencia les pertenece a las mujeres. Aún queriendo desprestigiar, desterrar y hacer anónimos la labor y el conocimiento de parteras, matronas, santiguadoras, curanderas, brujas, botánicas, mediumnidades, videntes y yerbateras; aún cuando la ciencia y la medicina se hacen con sus trabajos para luego alzar las voces en su contra, la mujer renace con su mapa de vida, ya como moderno instructora de yoga, artesana, maestra de cocina vegana, masajista, poeta, agricultora, coleccionista de arte, museógrafa, curadora, terapista, compositora, artista, teatrera, música o escritora.

 Con los códigos sagrados entretejidos en su aura, en este mito visual la mujer surca su vida acompañada por el espíritu, el recuerdo, la memoria de todas las mujeres que le precedieron. Y, en su caminar, imprime su historia y sus propias vivencias en el códice sagrado de la siguiente mujer que vendrá. Los más osados pensarían -quizá sin equivocarse- que no hay voluntad humana capaz de detener la imprenta que inscribe a sangre las letras, las voces, los gritos, los vítores de las mujeres. Que no hay conciencia femenina que sea ciega y sorda a estos registros universales.

 Angélica, eslabón de esta cadena que se esgrime en torno a su trabajo y su propia narrativa vital, ha conseguido entreabrir el telón transversal que cubre este poderoso secreto. No, para descubrir traicioneramente a su estirpe. Sino, para invitarnos a reconectar con esa fuerza vital sagrada, con la Madre Tierra como fuente de energía, con el silencio que nos regresa a la sabiduría guardada en nuestra propia semilla y recordarnos que somos aliadas. Rivera rescata todos aquellos atributos que hacen de la mujer un ser sagrado e inmortal. Empero, a pesar de que cada año en nuestro país se lee una lista infinita de nombres de mujeres que son arrebatadas de la vida impunemente por sus feminicidas, la artista se esfuerza por devolverles -con su arte- la dignidad, el respeto y la humanidad que han querido arrebatarles el Gobierno -cuando no investiga ni procesa con diligencia-; la prensa -cuando no solemniza-; y el pueblo -cuando tergiversa y revictimiza al pretender justificar lo que nunca debió ser.

 Y aunque habrá quien postule que el tema de la trascendencia femenina y su integración innata con lo sagrado es un asunto pasajero, este surgir de la voz femenina reclamando reparación no es un haz de luz fugaz; es el alumbramiento de un extendido proceso de gestación de ideas que se fertiliza cada vez que una mujer ve, experimenta o intuye una injusticia nacida de la mirada sesgada del otro, por un simple e infundado asunto de género.

 Eunice Castro Camacho

(escritora, editora y gestora editorial, periaodista y estudiante graduada de curaduría)